Hoy doy un paseo con atención plena por Costa Quebrada.
Es uno de esos lugares que recorro al menos una vez al año. Me encanta.
Según me adentro en el paisaje, cada paso me invita a respirar profundamente y observar.
Caminar sobre los acantilados al lado del mar, es fascinante, mezcla de naturaleza indómita y serena. Contemplo lo escarpados del precipicio, que se eleva majestuoso. Desde esa pendiente, la brisa me despeina, juega con mi pelo y trae aromas a sal y algas marinas.
La vegetación se manifiesta exuberante, con aroma a estiércol y tierra húmeda, con verdes intensos que se extienden hasta el borde de los precipicios, contrastando con el gris y el marrón de las rocas.
Esas rocas donde las olas se rompen con fuerza, creando una sinfonía constante y tranquilizadora.
Y mientras avanzo a lo largo de la costa, encuentro pequeñas calas y playas de arena dorada, de difícil acceso, que puedo llegar a ellas solo por senderos escarpados o escondidos, me invitan a explorar y descubrir.
Miro al mar, quedo hechizada por el ritmo sereno de las olas.
La sinfonía de la naturaleza crea un espacio de serenidad interior.
Estoy presente. Mi mente se calma.
Cada detalle del paisaje me invita simplemente a ser.
Sin embargo, no es el entorno ni el escenario, lo que realmente me invita a la contemplación, sino mi propia voluntad de querer estar presente. Es la intención de conectar conmigo misma lo que convierte este lugar en un refugio de paz. La verdadera serenidad nace del interior, del compromiso consciente de habitar el momento con plenitud.
Alma Arconada