Cuando la enfermedad grave irrumpe en la vida de manera inesperada, trastoca rutinas, proyectos y nuestra percepción del mundo.
Hoy quiero compartir mis torpes pasos de aprendiz como alguien que acompaña a otra persona en su enfermedad.
Cada persona vive la enfermedad de manera única; no hay dos experiencias iguales, ni dos formas idénticas de enfrentarlas. Sin embargo, en la diversidad de vivencias, hay algo constante: el poder sanador del amor, el apoyo y la cercanía de quienes están a nuestro lado.
Sabemos que los vínculos son un pilar fundamental, pero la verdadera diferencia está en cómo los cultivamos. El cómo marca la diferencia.
Cada vez estoy más convencida de que acompañar en estos momentos implica aceptar, comprender y caminar al ritmo de quien sufre, respetando su proceso y sus decisiones. Aunque esto suena sencillo, en la práctica no lo es.
Otro aspecto crucial son las palabras que empleamos. Con frecuencia escucho frases que, aunque bien intencionadas, resultan discordantes: “No te dejes vencer, tienes que luchar”, “Venga, ánimo, vas a ganar esta batalla” o “Tienes que ser positiva para curarte”. La enfermedad no es una guerra, ni el cuerpo un campo de batalla. Nadie elige enfermar, y el valor de una persona no puede medirse por su capacidad para “luchar” o “ganar”. Cuando el cuerpo y el alma no responden, ser positivo es un desafío inmenso.
¿Por qué no sustituir esas metáforas bélicas por un lenguaje más amable y compasivo? Frases como “Estoy aquí para ti”, “¿Qué necesitas?”, “Te escucho” o incluso “No sé qué decir para animarte” son más reales. Desde esa sencillez, podemos acompañar con amor, sin juzgar ni dirigir el camino del otro. También mostramos nuestra vulnerabilidad, aceptando que no siempre tenemos respuestas o soluciones.
Al final, lo que más alivia es la calidez de un abrazo, una mirada que comprende sin palabras y la certeza de que, pase lo que pase, la persona no estará sola. A veces, el mayor acto de amor es simplemente estar, escuchar y respetar.
La paradoja es que no existe una receta universal para acompañar. Lo esencial es estar atentos, ser flexibles y responder con respeto, sin expectativas preconcebidas. Se trata de observar el momento que vive la persona enferma y adaptarse a sus necesidades físicas y emocionales, que pueden variar día a día.
Tal vez hoy necesite salir a dar un paseo, sentir el sol en su piel y conectar con la vida que sigue latiendo. Mañana, quizá no tenga fuerzas y prefiera quedarse en casa. Entonces, un masaje puede aliviar su cuerpo y ofrecer algo de consuelo. Habrá momentos en los que una conversación, un toque de humor o una distracción sean bienvenidos. En otros, surgirán necesidades más profundas: hablar sobre la enfermedad, expresar miedos, o simplemente guardar silencio porque no hay energía para más.
Esto me lleva a una idea clave: la aceptación, que no debe confundirse con la resignación. Aceptar significa abrazar la realidad tal como es. Es permitirnos estar presentes con lo que hay, sin huir ni resistirnos. No implica renunciar a buscar alivio o mejoras, sino enfrentar la situación con serenidad, conscientes de que cada momento tiene su propio ritmo y enseñanza.
Cuidar y acompañar a alguien en su enfermedad nos confronta con nuestra propia vulnerabilidad, pero también nos abre las puertas a una conexión más profunda con la vida y con los demás. Es un recordatorio constante de que, más allá de las palabras o las acciones, lo que verdaderamente importa es estar.
Estar con el corazón dispuesto, con la humildad de no saberlo todo y con la valentía de aprender. Estar presentes en la fragilidad y la fuerza del otro, dejando que el amor sea nuestra guía. Porque, al final, el mayor acto de sanación es permitirnos, simplemente, ser humanos juntos.
Alma Arconada